“Caminos” es un relato intimista. A la edad de ocho años, casi para cumplir los nueve, fui llevada a las fincas veracruzanas. En gran medida, lo explicado aquí surge de aquellas impresiones del viaje y mi estadía como empleada doméstica. Efectivamente, cumplí nueve años encerrada en una covacha atestada de utensilios de limpieza.
Pareciera que fuera ayer, cuando veía los grandes terrenos cetrinos. Algo que hacía de mi vida más placentera en la niñez eran los caminos, literalmente, hablando. Ser una niña en migración constante, sin un hogar preciso, trabajando para los patrones, hizo que los trayectos fueran momentos tranquilos, sin nadie que te mandara, sin preocuparte por satisfacer los caprichos de los demás. Al ser una persona muy callada en mi niñez, las reflexiones y contemplaciones siempre brotaban. Quizá desde entonces parecía que debía dedicarme a la escritura. Pero no lo sabía.
Me contaba historias de manera constante, quizá para pasar el rato, pues pocas veces había niños con quienes jugar, los hijos de los patrones no eran buena compañía. Y bueno, “Caminos” me permitió expresar un poco de lo que hubiera querido gritar en aquel entonces. Todavía recuerdo algunas facciones de la anciana a la que debía servir y su carácter tan marcadamente amargado. Pero como lo escribiría en este relato, descubriría que yo sería una persona de los caminos, una viajera perenne, o como nos dicen ahora “una indígena migrante”, aunque anhelara un puerto seguro.
En aquel entonces ya había leído un poemilla que se quedaría conmigo muchos años Mariquita mía: “yo quisiera si pudiera / ponerle puente a la mar / para que la vida mía dejara de navegar”. Quizá sean verso de más o de menos, pero así lo memoricé y aún lo recuerdo. Mi experiencia en el tema de la migración indígena infantil lo platiqué también en otro texto sobre migración: “C-Des-Pliega“.
Cuento Caminos (fragmento)
Una mañana la vieja la llevó al mar para limpiarla de los demonios que, como india sin bautizo cristiano, debía tener. Temblaba incontrolable sin poner atención a las oraciones, asentía cada vez que le preguntaban algo. “¿Por qué sus dioses son más que los nuestros?”, pensaba, “¿por qué hay dioses?”
El baile de un ave blanquecina la embrujó, tenía un movimiento acompasado por las olas que le acompañaban en un susurro musical, pero el jaloneo de la vieja lo rompió; buscó en el cielo a un dios desconocido y se encontró con las batientes que la empujaban, una y otra vez, pretendiendo llevarla más allá de las orillas, sólo que, nuevamente, las garras de la vieja interrumpieron el movimiento.
Esa noche entró a la casa para atender la puerta principal y recibir a los invitados de la fiesta. Pasaban a su lado las personas más altas y blancas que hubiera visto, algunas hablando lenguas incomprensibles. Estuvo ahí, siempre cortés, extendiendo el brazo, recibiendo abrigos, hasta que la luna se ocultó entre las nubes, entonces la cocinera la llamó…
Publicado en: Suplemento Ojarasca número 228 de La Jornada, mayo de 2016, p. 12. También fue recopilado en mi libro Historias de transición.