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Texto publicado en la antología Rostros en la oscuridad, en donde se reúnen una serie de relatos sobre distintas migraciones.

En mi caso, participé con un texto híbrido sobre la migración: una experiencia infantil.


Ce-des-pliega

El origen // siempre el origen // pero sin principio ni fin, no hay tal, sólo un camino extendido…

Cuando me preguntan por el origen, el efecto es la vacuidad.

El problema: la migración supone un hogar al que se deja atrás, sin embargo, algunos somos caminantes perennes. No hay otro hogar que el camino. Nunca ha habido una casa material, sólo resguardos temporales: la central camionera, el parque despintado, el suelo de una bodega, el cuarto de cartón o la tierra del sendero.  Algunos nacimos en el camino y moriremos en él. “Cerca” o “lejos” son términos vacíos.

La distancia es el sueño inventado por las sociedades momificadas.

Vengo del sur, mas ¿qué es el sur? Una tierra que se arrulla por el calor, en donde los rayos del sol ciegan a los desafiantes. Mi ceguera es culpa de él, y nada más que de él. Me he acostumbrado a mirar a través de los lentes oscuros. La noche me atenúa el dolor. La misma noche que cuidó mis sueños en la infancia. Puede deberse a que la Luna es la gran vigilia de los viajeros.

La Luna es el ombligo de los caminantes.

El ombligo se entierra en el lugar de nacimiento. El ombligo es el origen. Mi ombligo oculta los pecados de mis ancestros, las montañas incendiadas, las noches de protesta, los crímenes de los padres que engendraron a la des-almada. Mi ombligo está plegado a las transgresiones, culpa de la moralidad e inmoralidad.

El nacimiento y el origen no son lo mismo;
quien se hace en el camino, lo entiende.

“Llegué” es una condición transitoria. No puedo recordar cuál fue el primer lugar al que llegué, me entero por los recuerdos de otros. Duermo aquí, sobre el regazo de una mujer o los brazos de un infanticida, sobre el piso, y me cubro con una frazada sucia.

Tengo en cuenta que el tiempo es también una quimera malograda.

Alguien dijo que debía ir a la escuela. La maestra me mira como si fuera una intrusa. Eso soy. Mi facha le dice que soy estúpida. Pienso que se debe al lugar. No tengo uno. Los demás niños tienen un hogar. Una tenue nostalgia me cubre. Abrimos el libro. Sé leer porque el camino me lo enseñó en las paredes pintarrajeadas, en los encabezados de los periódicos de los señores que limpian los zapatos, en los niños que fueron abandonados a destiempo.

Volteo para indagar si alguien más puede entenderlo. Pero nadie a mí alrededor es capaz de comprender el poder de invocación de los versos: “yo quisiera, si pudiera, ponerle puente a la mar, para que la vida mía, dejara de navegar”. Es inútil, nadie sabe lo que la poesía esconde; tampoco que seguiré navegando a pesar de mis deseos por encontrar puerto. La escuela no es para mí.

Debo seguir…

Voy rumbo al “norte”. Me gustan los parques y la cursilería de los enamorados que mañana regresarán para ser sirvientes de algún mal encarado patrón. Yo sé mucho de patrones. Sé que se niegan a hablar de la explotación de los otros, prefieren hablar de sí y sus sueños.

La gente se niega hablar del mundo al que destruyen.

Este mundo no tiene orden ni forma, es una tierra desolada. El camino es indefinido, ilimitado; cruza las urbanizaciones, las explotaciones agrícolas o los páramos pueblerinos, el andador turista y la ostentación de los extraños.

Todo cohabita en una pequeña red de espacios simbólicos.

Más allá de la zona árida, del desierto sin tiempo, el frío congela a los viejos patrones. Viejos abandonados que se aprovechan de otros huérfanos. Saben bien que huimos de las detenciones clandestinas, bien saben que basta un silbido al centinela para que los indios nos volvamos criminales de cloacas. De eso se aprovechan. A mí me llevaron. Varios llantos sin nombre. Lo que ellos no saben es que no tengo lugar, no importa a dónde me avienten.

“La tierra del silencio debería ser el paisaje para las personas estresadas”, pienso, mientras voy de regreso al corazón de nadie. A través de una ventana obscena, miro el cielo y con el dedo dibujo lo aprendido.

El camino // -c-des-pliega- // desplegado se encuentra frente a mí. Nadie me detiene. Nadie es dueño de mi corazón. Mi ombligo le pertenece a la tierra, al camino. Aquí me quedo…

Si me encuentro la sombra de un caminante al que le entregue mis sueños, tendrá que tartamudear los versos para que le entienda // aunque venga en sentido contrario como los automóviles en la autopista // sin comas y las luces encendidas // … //

Éste es nuestro origen: caminante.

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*Publicado: Matías Rendón, Ana. “C-DES-PLIEGA” en Sánchez, I. y Santamaría K (comp.). Rostros en la oscuridad: Migrantes. México, Ediciones Buuk, 2019, pp. 71-73.


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