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Monteagudo: Cuáles son los límites para la construcción de una nación

¿Hasta dónde nos creemos merecedores de elegir el destino de aquellos a quienes suponemos ser incapaces de ver por su propio destino?

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Bernardo de Monteagudo

Es cierto, como lo decía Galeano en Las venas abiertas de América Latina, “una revolución no es ir de paseo”. Pero, entonces, tampoco es una declaración para inmovilizarse, no puedo tampoco negar la evidencia que me precisa a responder.

Bernardo de Monteagudo nos lleva por sus disertaciones más sinceras -o por lo menos eso es lo que él nos dice y lo que quiero creer. El problema no es que no lo sea, sino que cualquiera sea capaz de admitir cuando lo es y lo deja de ser en virtud de lo correcto y no de valores morales del bien y del mal.

Monteagudo empieza su pensamiento político con la exaltación de ideales de juventud, de igualdad y de libertad, de esos en los que algunos soñamos como los valores que deberían regir no sólo en la política social, sino en los corazones de los mejores humanos. Sin embargo, la realidad de la que todos participamos nos muestra otros caminos más intrincados de los que queremos imaginar y consentir.

Monteagudo fue un revolucionario, pensador, redactor de periódicos, militar, político y jurista; desde muy joven participó en los movimientos de lucha, asimismo intervino en la redacción de la constitución de lo que serían Bolivia, Argentina y Uruguay y en el acta de independencia de Chile. Y sus ideales de juventud mudaron conforme su madurez biológica llegó y con las experiencias vividas durante las guerras en las que participó.

Bernardo de Monteagudo, propone un Estado en el que el gobierno sabio sea el regulador y autorregulador y en el que ciertos ciudadanos sean los que decidan el rumbo que llevará la nación. Siendo así, cabe preguntarse, ¿cómo podríamos ser ciudadanos libres, ya no digamos iguales? Habría individuos sin derechos ni obligaciones políticas, con más obligaciones para un amo y sin más derechos que un esclavo, en una nación que pretende la libertad. Sólo obedecer, porque el gobierno sabría lo que necesitan sus súbditos.

¿Algo de las palabras de Monteagudo les resuenan?

Sí, es algo que se pide en la actualidad, sobre todo, cuando el partido en el poder no satisface los anhelos. El asunto es la diferencia de un siglo, que nos permite seguir reflexionando.

El paternalismo absoluto no permitiría que llegáramos a madurar como nación, porque no habría ciudadanos. Antes bien, seguiríamos sujetos a otro tipo de monarquía y, por ende, bajo la voluntad de quien sustente el poder, ya sea la de un hombre o grupo político y a la buena fe que tuvieran.

También Monteagudo crítica las costumbres que los españoles impusieran en el Perú para manejar a los pueblos bajo sus intereses, sin que esto diste de lo que pensaron otros en el resto de América Latina. Sin embargo, el camino al que él alude radicaría en una naciente elite, que no sería muy diferente de su predecesora.

Con todo, sería radical oponernos y no vislumbrar algunas insuficiencias como las que enfrenta un niño. Una nación cuando nace necesita cuidados. Pero incluso al niño se le tiene que dejar madurar para que por sí solo elija su destino. Aunque ahora hemos de expresar lo mucho que es rescatable, Monteagudo y el resto de los intelectuales y luchadores que llevaron a cuestas el destino de una nación, que debió resultar una labor titánica y, otras, desesperada, de no pocos millones de personas y sus descendientes.

Y por estos hechos, es que hogaño podemos saber que construir una revolución no es sólo lanzarse con las armas en alto, el orgullo lastimado y con las injurias de las injusticias como escudo, sino que además es menester prepararse para ganar y perder. Podemos prever las acciones de la contingencia de nuestra derrota o nuestra victoria, pues tan nefasta es la una como la otra. Al fin, las posibilidades no se limitarán a lo que imaginemos.

Monteagudo pretende en el nuevo gobierno “restringir las ideas democráticas”[1] para evitar la anarquía. Amén de que esto sea pretexto para la dominación. Propone revisar la moral del pueblo y el estado de su civilización para saber qué tipo de gobierno se merece.

Para Monteagudo, también, un ciudadano sería como un funcionario público que requiere de preparación, por lo que según él, el Perú de su tiempo, no está formado para ello. La igualdad que trae consigo la democracia, piensa que se va a confundir con la falta de respeto hacia quien gobierna y la desorganización es un riesgo latente.

No obstante, cuando se plantea las preguntas ¿será que las repúblicas y las democracias en América Latina han sido su mejor opción? O si, ¿hubiéramos estado mejor con una monarquía? Estos cuestionamientos nos remiten a la dualidad de si queremos una libertad sin riqueza o una sujeción cómoda. Tal parece que el discurso de un gobierno sabio está distante de la realidad y que el pragmatismo sólo oculta la distancia. En hogaño a esto podríamos sumar el que nuestra sujeción compra la creencia de emancipación, pues el capitalismo lo vende todo.

Monteagudo, igualmente, apunta a nuestra moral, a una moral de esclavos, de servidumbre, sujetos a las costumbres españolas, quienes no nos dejaron desarrollar la reflexión. ¿Qué tan cierto es esto? ¿Somos, acaso demasiado indulgentes con nosotros mismos? ¿Hace falta la autocrítica con firmeza, porque nos resulta dolorosa?

“Sus principales y más antiguos hábitos han sido: obedecer a la fuerza, porque antes nunca ha gobernado la ley; servir con sumisión para desarmar la violencia, y ser menos desgraciado”[2].

Monteagudo

Pero, ¿esta sumisión implica cobardía y, querer ser menos desgraciado, la facilidad de la vida? ¿Será que las guerras por la conquista nos dejaron un espíritu devastado? ¿Dónde antes había libertad, fuerza, carácter, sabiduría, temeridad y seguridad de espíritu se trocaron en vestigios, ruinas desmoronadas? Aún en esas ruinas quedaba una pequeña llama que se negaba a extinguirse.

¿Pero sería necesaria para crear un fuego devastador? Un gran incendio estaba a punto de estallar, pero ¿quién sería capaz de controlarlo? Con un pasado que estaba latente con los hedores del pasado y la esperanza del futuro, con un presente incierto y caótico, no era de sorprenderse que el pensamiento se viera sobrepasado por las acciones.

Para Monteagudo, un pueblo con tan nefastas costumbres como la de la clase privilegiada, con sus argumentos que justificaban su despotismo, o la clase profesional, con su voz blanda de súplicas y adulaciones, negaban todo heroísmo. Y el pueblo bajo siendo esclavo y sin derecho de educación, no tenía manera de poder representarse como una democracia. Antes bien, era su propia perdición.

Puesto que estas diferencias nos llevaban a una “lucha continua entre el gobierno y el pueblo, que unas veces obedece como esclavo y otras quiere mandar como tirano”[3] era menester encontrar la forma que menos nos perjudicara. Empero debemos equivocarnos para aprender: “Al grito de un demagogo, todos gritaban igualdad, sin entenderla ni desearla”. Llegado el momento de vivir bajo los principios democráticos sin poder tener un fundamento sólido, es esto lo que se viviría, señalaba. 

En efecto, esto no dista de la cámara de diputados y senadores de nuestro país, de cualquier país latinoamericano. El demagogo grita varias veces al día palabras de las que no le interesa aplicar: ¡igualdad, democracia, soberanía, libertad! En una pantomima que dejamos que suceda. ¿A quién reclamamos? La realidad nos humilla y nos avergüenza.

Y ¿qué pedimos, qué exigimos?  Pensamos que la respuesta es tácita. Pero el pueblo sigue sin educación, sujeto a la ignorancia a la que le han confinado. No faltan los aduladores y la clase privilegiada, que como Ignacio Ramírez decía de ellos, los privilegiados creen que sus necesidades son las necesidades de todos[4].

A casi dos siglos de distancia, pregunto ¿qué hacemos? ¿Dónde están nuestros filósofos? En las academias, alejados de lo que se llama la masa. Alguna vez, alguien me dijo que la filosofía es habladora, pero ¿por qué no la oímos? ¿Es nuestra culpa? ¿O es que está en la desolada cumbre que su voz no penetra en las profundidades? Ante todo ¿dónde estamos el resto? ¿Será que necesitamos que nos guíen? ¿Será que estamos complacidos con servir con sumisión para desarmar la violencia?

“La diversidad de condiciones y multitud de castas, la fuerte aversión que se profesan unas a otras, el carácter diametralmente opuesto de cada una de ellas, en fin, la diferencia en las ideas, en los usos, en las costumbres, en las necesidades y en los medios de satisfacerlas, presentan un cuadro de antipatías e intereses encontrados, que amenazan la existencia social, si un gobierno sabio y vigoroso no previene su influjo”[5].

Aquí me detengo por un momento -pues esto, todavía puede aplicarse a nuestro contexto actual-. La heterogeneidad nos ha alejado en vez de enriquecernos. Las categorizaciones extranjeras que nos impusieron en la colonización han enraizado en el pensamiento. No voy a revisar la separación de los privilegiados porque es más que obvio que ellos desean conservar su propio bienestar. Y donde el egoísmo no ha tenido límites, ¿por qué habría de querer cuartear su despotismo en harás de otro?

Sino que me detengo en los que tenemos más en común, que es el de estar subyugados por esa clase y a pesar de ello estamos divididos por la práctica de los ideales, por quién tiene más razón, por quién tiene la piel de tal o cual color. La descolonización tendrá que nacer en el seno del pensamiento. Enfrentar una lucha dura y constante contra los detalles más insignificantes de la cotidianidad hasta alcanzar las más altas esferas.

Bien lo decía Monteagudo: “Nada importa mudar de lenguaje, mientras los sentimientos no se cambien”[6]. Tal vez no se pueda descolonizar conceptualmente las categorizaciones extranjeras. Sin embargo, está en nosotros mudar el significante, cambiar el valor de la palabra. Ahí cuando se dice indio, ya no sea un insulto sino un orgullo. Que el vocablo indio o indígena, sabemos históricamente fue producto del error y la arbitrariedad. Debemos dejarlo en la historia escrita del suceso, pero en la actividad de la vida, aquí y ahora, tenga otro sentido.

No podemos proponernos la tabula rasa, pero sí una nueva actitud. Sentir distinto. Crear nuestra identidad a partir de nosotros, de virtudes y errores. ¡Pero qué fácil se oye! ¿Cómo el indio sentirá empatía por el mexicano que reniega de él? ¿Cómo el mexicano por él cuando lo incrimina de ser la causa del retraso del progreso? ¿Cómo liberarnos de nuestras propias culpas? ¿De ser indios y de ser deudores de dos razas antagonistas? Las culpas se notan hasta en las defensas.

Los pobres, los menos beneficiados son parte del discurso del demagogo que justifica su proceder en una paternidad que previene, según él, que nos hagamos daño por no conocer lo que nos conviene o ya sea porque no nos ponemos de acuerdo. Se necesita, dice Monteagudo, un gobierno sabio y con el vigor necesario.

¿Qué es el gobierno sabio sino aquél que se conforma con intelectuales, en el mejor de los casos o sino por un grupo de políticos con pretensiones de sabios?, ¡qué sabrán lo que necesitamos! Y con el vigor necesario, que es el poder absoluto que se debe ejercer, estaremos sujetos a la buena voluntad de una nueva clase de privilegiados.

¿Acaso, no siempre los intelectuales creen conocer lo que necesita la masa? Pero ¿comprenderán realmente sus necesidades? ¿Se necesita la voz de los intelectuales para despertar y las acciones de los subversivos para proceder? Y si los necesitamos ¿será justificación para que sean ellos quienes nos gobiernen o por qué no ser nuestros guías simplemente? ¿Comprenderán nuestro cansancio detrás de sus libros? ¿Sentirán la impunidad desde sus disertaciones más sublimes?

¿Y si se tiene la razón, se tiene por ello, la justificación de imponerla con el argumento de que sea por el bien de los otros? ¿Cuáles serán nuestros límites para re-construir la nación? Será encontrar la respuesta en nuestros pensadores latinos, del color que sean y de la cultura que sean; y con la masa, que no son otros que nuestros hermanos, padres, amigos, compañeros de escuela y trabajo, vecinos, los que nos caen bien y mal, pero siempre a partir de nosotros, en el enriquecimiento de las diferencias que nos constituyen.

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[1] De Monteagudo, Bernardo. “Memorias (1823)” (Selección) en Pensamiento Político de la liberación. Prologo José Luis Romero, Ed. Ayacucho, Caracas, 1977, p. 169
[2] Ibídem.
[3] Ibíd., p. 170.
[4] CFR. Ramírez, Ignacio. “Sobre las necesidades humanas” en Pensamiento filosófico mexicano del siglo XIX y primeros años del XX, Recopiladora Carmen Rovira, Ed. UNAM, México, 1998, p. 372. La cita original dice “El primer error de esos ilustrados varones consiste en creer que sus necesidades, o las de la clase social a que pertenece, son las necesidades de los demás hombres”.
[5] Ibíd., p. 172.
[6] Ibíd., p. 170.


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